Colegios Parroquiales.
El P. Juan escribe:
Cuando llegamos a Chile solo pocas
parroquias contaron con un colegio propio. Existían algunos gracias a un
legado. Pero generalmente sufrían una existencia precaria a causa de la escasez
de recursos para su mantención o extensión. Sin embargo, hasta en los lugares
más remotos, se encontraron escuelas públicas, aunque muchas veces de
condiciones pobres. Por lo menos existía la oportunidad para los padres para
que sus niños aprendieran leer y escribir. Estas escuelas eran todas estatales.
También en localidades muy apartadas el Estado abría escuelas pequeñas y dio
estímulos a profesores para dar clases en ellas al aumentar su salario con un
aporte complementario por asignación de zona y al ofrecerles, después de un
determinado número de años de servicios, un puesto de trabajo dentro de una
localidad más favorable.
Cuando se quería comenzar con un colegio
particular no fue difícil conseguir el permiso. Sin embargo, su realización fue
sumamente difícil por la falta de subvención y la rivalidad por parte de
escuelas estatales. En tiempo del presidente Gabriel González Videla (1946 –
1952) se dictó una ley educacional que proporcionaba subvención a escuelas
particulares, siempre si respondieran a las exigencias por parte del Estado. Se
determinó que la subvención consistiría en la mitad de lo que el Estado gastaba
en cada alumno de la escuela pública. Esta subvención iba a ser cancelado en un
solo pago al final del año escolar. La subvención iba a ser calculada de
acuerdo con el número de alumnos y la totalidad de los días asistidos por cada
alumno. Faltar a clases producía consecuencias negativas y era favorable tener
clases numerosas. Cuando se conoció la Ley, el Obispo de Puerto Montt invitó a
los sacerdotes a examinar las posibilidades de abrir una escuela parroquial.
Las primeras impresiones eran favorables. Si se llevara una administración
cuidadosa de los fondos, se podría acumular un pequeño capital para días
difíciles en el caso que alguna vez la Ley iba a ser suprimida. El obispo nos
animó para comenzar un colegio parroquial, donde fuera posible. Debíamos evitar
entrar en conflicto con las escuelas públicas y comenzar en aquellos lugares en
que existía oportunidad insuficiente para la enseñanza. Más adelante, sin
embargo, se comprobó, que muchas ilusiones se hicieron humo a causa de tantas
exigencias impuestas por la Ley.
La primara necesidad era un local
apropiado. En aquellos lugares donde la parroquia disponía de un salón
parroquial, este podría ser utilizado para uno o dos cursos. En Calbuco se
comenzó con dos colegios, uno en la localidad de Aguantao y uno en la de El
Rosario. En el primer pueblo no existía ninguna escuela aún y en la segunda la
escuela pública recién había sido trasladada a otro lugar.
Puesto que en cada comunidad existía
habitualmente una casita junto a la capilla (casa ermita) destinada a las
reuniones de los feligreses, existía la posibilidad de iniciar las clases en
aquel espacio. La gente de ambas comunidades se entusiasmó bastante. Cuando
comenzaron efectivamente con la preparación, la inspección escolar poco a poco
empezó a poner más exigencias, por lo cual no todo resultó salir a la manera
esperada. Se debía satisfacer a todas condiciones impuestas para poder optar
por la subvención. También el personal educativo debía responder a todas las
exigencias. Para poder dar clases en escuelas básicas, en aquel tiempo, era
suficiente haber cumplido tres años de enseñanza media. Para Aguantao
encontramos un exseminarista, que al terminar la enseñanza media había decidido
no continuar su propósito. La profesora de El Rosario había cumplido con éxito
la enseñanza media. Los colegios empezaron a funcionar con buenos resultados,
pero la situación financiera siguió siendo demasiado precaria para poder continuar
sin dificultades. Ambos colegios funcionaron por varios años. Después de un
tiempo tuvieron que quedar cerrados, entre otros motivos, por el hecho de que
los costos eran demasiado altos para la parroquia. La subvención estaba
destinada para apoyo, pero fue insuficiente para iniciar un colegio y
mantenerlo, puesto que debían ser cancelados los salarios del personal, por el
hecho que la subvención llegaba recién al terminar el año escolar y además por
el hecho de que, a causa de la inflación continua (La suma de dinero por
recibir nunca fue reajustada), se recibió un dinero que solo por parte
respondía a los gastos invertidos.
Al mismo tiempo en otras parroquias
atendidos por nuestros padres también se dio comienzo a abrir colegios. En
“Buen Consejo” se comenzó con un colegio para hombres. La casa parroquial era
suficiente espacioso como residencia de los padres, de manera que una parte
podía ser usado como colegio. Anteriormente fue construida una pequeña ala
adicional, de modo que se obtuvo varias locales de clases. El P. Roberto Hollak
tuvo la dirección y fue al mismo tiempo profesor. También se necesitaba
personal laico, puesto que solo chilenos podían dar clases de idioma e
historia. Este colegió funcionó durante varios años hasta que se hicieron cargo
de ellos los Hermanos de la Inmaculada Concepción, cuya congregación fue
fundada en de la ciudad de Maastricht, Holanda.
En Talca igualmente se comenzó con dos
colegios. Uno junto a la misma parroquia y otro en la localidad de Los Sauces
en el camino a San Clemente. Cuando los hermanos (incluso antes que comenzaron
en Buen Consejo) aceptaron el primero de ambos colegios, le dieron una
ampliación formidable.
También en la parroquia de Coquimbo se
inició un colegio.
Cerca de la
entrada de La Pampilla existía un terreno con una casa de campo espaciosa. Lo
compraron y fue arreglada para servir de colegio. Aquí también, en un comienzo,
los padres de la parroquia mismos dieron clases y asumieron la dirección.
Después de haber funcionado por varios años, fueron las Hermanas de Santa Marta
que tomaron a su cargo el colegio.
Abrir
colegios tenían una finalidad pastoral. Desde el comienzo los padres estaban
convencidos de que colegios propios
harían más eficiente su trabajo pastoral. Pero por la razón de que nuestra congregación
no era una institución educacional y que, por lo tanto, los padres no fueron
formados para la educación, siempre fue difícil su realización. Los padres, en
primer lugar, estaban destinados para el trabajo parroquial. Donde fuera
posible, uno de los padres se dedicaba principalmente con el colegio, pero
normalmente el aporte suyo quedó indispensable para el trabajo pastoral
restante. Por medio de los colegios se pretendía tener a la juventud más al
alcance, a fin de educarla con mayor facilidad en los valores religiosos. Al
mismo tiempo existía una conciencia notable de atender con preferencia a los
niños más pobres, que de otra manera quedarían privados de una educación
escolar. Por el hecho de que no somos una congregación de educación, se buscó
contacto con algunas congregaciones de este tipo en Holanda. A Talca y
posteriormente a Santiago llegaron los Hermanos de Maastricht, que partiendo de
colegios básicos existentes llegaron a constituir complejos educacionales
imponentes.
Más tarde, en el año 1960, llegaron a Buen
Consejo las Hermanas de La Sagrada Familia (Lugar de origen: Baarlo, Holanda).
Lo que en un primer momento había sido casa parroquial y colegio de hombres
dirigido por los padres, y luego residencia de sacerdotes, casa de los hermanos
y colegio de niños dirigido por los hermanos, ahora se convirtió en residencia
de las hermanas y colegio para niñas. Bajo la dirección del párroco, el Padre
Santiago Bos, en el año 1962 comenzó la construcción de un colegio extenso para
las niñas.
A la parroquia de Santa Isabel de Hungría
llegaron en los comienzos de los años1960, las Hermanas Franciscanas,
originarias de la ciudad de Roosendaal, Holanda. Mientras que vivían en una
casa de la población comenzaron ya a dar clases en unos locales pequeños. Al
mismo tiempo se comenzó, con el apoyo
eficiente del Padre Simon de Jong, a la construcción del convento y de los
colegios de enseñanza básica y media.
A la Parroquia de San José de Llanquihue
llegaron las Hermanas de Schijndel (nombre de su ciudad de origen en Holanda).
Bajo la dirección del párroco del momento, el P. Juan Reinders, se construyó
con dineros facilitados por el Gobierno de los Países Bajos, una escuela
técnica destinada para niñas de los pueblos de los alrededores. La residencia
de las hermanas forma una unidad con el colegio. Fue el Padre Roberto Hollak a
quien le correspondía la administración.
Él se había dedicado a una misma tarea
en Buen consejo y en Coquimbo y para este proyecto fue siempre un apoyo
inestimable.
Los Hermanos de Maastricht, Las hermanas de
la Sagrada Familia de Baarlo, Las Hermanas Franciscanas de Roosendaal y Las
Hermanas de Schijndel fueron cuatro congregaciones que a petición de nuestra
congregación llegaron a Chile.
Diferentes padres nuestros, por lo tanto, prestaron un gran aporte
apostólico al motivar a otros institutos religiosos a establecerse en Chile.
En la parroquia del Carmen de Tocopilla
llegaron Hermanas Norteamericanas. Más tarde, en la Parroquia de San Francisco
las mismas hermanas más se hicieron cargo del colegio que nuestros padres ya
habían iniciado.
A Talca llegó la Congregación Italiana de
las Hermanas de Santa Marta para establecerse en nuestra parroquia. En una
fecha posterior también tomaron a su cargo nuestro colegio de la Parroquia de
San Luís de Coquimbo.
Por intermedio del Obispo de Puerto Montt,
llegó a Calbuco la Congregación italiana de Hijas de la Divina Providencia para
comenzar con un colegio parroquial. El Obispo muchas veces lo había anunciado,
pero por fin, en 1952, se convirtió en realidad. Una profesora jubilada,
proveniente de la enseñanza pública, Amelia Ojeda de Ditzel, era dueña de un
edificio alto y grande, que se encontraba en mal estado. La inspección escolar
lo había declarado no apropiado en el tiempo en que anteriormente había
funcionado como escuela pública para niñas. Este edificio nos fue regalado para
repararlo y para instalar en él un colegio. Cuando estuvieron por llegar las
hermanas, hicimos un esfuerzo extraordinario para arreglarlo. Preparamos
algunas salas y una parte del edificio fue habilitado como residencia de las
monjitas. Recibimos mucha cooperación por parte de la población, pero el
cuidado financiero y el desarrollo de las obras de reparación quedaron por
cuenta de los padres. Las hermanas fueron recibidas como de fiesta. Fue un
desafío grande, puesto que, a su llegada, las hermanas aún tenían que aprender
el idioma. Después de dos meses comenzaron las clases. En el primer año se
contaba con dos cursos y cada año se agregaba uno más. Había un número más que
suficiente de niñas: el primer curso sumaba 100 alumnas , el segundo año algo
menos. De las seis hermanas dos se dedicaban al colegio básico. una en el
kindergarten y una a la enseñanza de trabajos manuales para las a niñas
mayores. Dos profesoras jubiladas ofrecieron a dar gratuitamente las clases que
según las normas deberían ser conferidos por personas de nacionalidad chileno.
Durante el primer año todo andaba a las mil maravillas. Cuando fue presentada
la petición de subvención, se mencionó que ambas profesoras trabajaran
gratuitamente. Inmediatamente llegó por parte de la Dirección Superior de
Educación un documento diciendo que no se podía recibir ninguna subvención, si
se trabajaba con personal sin sueldo, y que parecía que se trató de un intento
de eludir las leyes del país. En el caso que no se pudiera cambiar esta
situación no podía ser asignada subvención alguna. En la respuesta lo
explicamos todo y prometimos solo contratar profesores salariadas.
Aparentemente las autoridades quedaron satisfechas y un tiempo después
recibimos el dinero. El contratar a gente asalariada no fue tarea fácil. Puesto
que solo disponíamos de poco dinero, las profesoras debían conformarse con
recibir mensualmente solamente una parte
de su salario, hasta que llegara la subvención y recibieran el saldo.
A
fines del año las alumnas tenían que brindar un examen en presencia de una
comisión de supervisión especialmente nombrada con un delegado de la educación
pública. El delegado era un profesor de la escuela pública de Calbuco, en la
cual no existía una opinión muy favorable acerca del colegio parroquial. Aunque legalmente el delegado y la comisión
entera solo escucha, mientras que el personal propio toma el examen, en una
oportunidad el delegado tomó todo el asunto en manos propias y el mismo hacía
las preguntas. Sin embargo, felizmente, no hubo consecuencias desfavorables: la
escuela funcionaba bien.
Mientras que el colegio marchaba en buena
forma, continuaron los trabajos de mejoramiento del edificio del colegio. Se compró la casa
continua para que se convirtiera en la residencia de las monjitas, de manera
que todos los locales podían ser destinados para la enseñanza. A lo largo, todo el trabajo escolar quedó en
manos de las hermanas, pero la construcción, la administración financiera y las
preocupaciones correspondientes quedaron a cargo de los padres de la parroquia.
También bajo la conducción de los padres, posteriormente, se construyó un
edificio totalmente nuevo. Aunque la escuela pronto se independizó, en Calbuco
siempre se esperaba que los padres prestarían apoyo y a menudo socorrerían con dinero.
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Las primeras iniciativas para abrir un
colegio parroquial normalmente partieron de los padres. Sin embargo, a penas
que fuera posible, se entregaba la obra a las personas formadas para este fin.
El trabajo principal de los padres en esto ha sido el inicio del proyecto.
Cuando nuestros padres llegaron a la
parroquia de Santa Rosa de Lima, ya existían un colegio básico y uno de la
enseñanza media, que eran propiedad del Arzobispado de Santiago y estaba bajo
la dirección de hermanos canadienses de la Congregación de los Hermanos del
Sagrado Corazón.
En Puerto Octay, cuando nuestros padres
aceptaron aquella parroquia, existió un pequeño colegió
parroquial. Funcionaba en uno de los locales de la parroquia. En los
alrededores de Puerto Octay vivían muchas familias de descendencia alemana.
Estas familias se habían reunidas para fundar este colegio de enseñanza básica
para sus hijos. Para atender a los gastos producidos por este establecimiento aquellas
familias aportaron lo suyo en su totalidad. (trad.
Gaspar)