Tras muchos años de esfuerzos, un inventor
descubrió el arte de hacer fuego. Tomó consigo sus instrumentos y se fue a las
nevadas regiones del norte, donde inició a una tribu en el mencionado arte y en
sus ventajas. La gente quedó tan encantada con semejante novedad que ni
siquiera se le ocurrió dar las gracias al inventor, el cual desapareció de allí
un buen día sin que nadie se percatara. Como era uno de esos pocos seres
humanos dotados de grandeza de ánimo, no deseaba ser recordado ni que le
rindieran honores; lo único que buscaba era la satisfacción de saber que
alguien se había beneficiado de su descubrimiento
La siguiente tribu a la que llegó se mostró tan
deseosa de aprender como la primera. Pero sus hechiceros, celosos de la
influencia de aquel extraño, lo asesinaron y, para acallar cualquier sospecha,
entronizaron un retrato del Gran Inventor en el altar mayor del templo, creando
una liturgia para honrar su nombre y mantener viva su memoria y teniendo gran
cuidado de que no se alterara ni se omitiera una sola rúbrica de la mencionada
liturgia. Los instrumentos para hacer fuego fueron cuidadosamente guardados en
un cofre, y se hizo correr el rumor de que curaban de sus dolencias a todo
aquel que pusiera sus manos sobre ellos con fe.
El propio Hechicero Mayor se encargó de
escribir una Vida del Inventor, la cual se convirtió en el Libro Sagrado, que
presentaba su amorosa bondad como un ejemplo a imitar por todos, encomiaba sus
gloriosas obras y hacía de su naturaleza sobrehumana un artículo de fe.
Los hechiceros se aseguraban de que el Libro
fuera transmitido a las generaciones futuras, mientras ellos se reservaban el
poder de interpretar el sentido de sus palabras y el significado de su sagrada
vida y muerte, castigando inexorablemente con la muerte o la expulsión de la
tribu a cualquiera que se desviara de la doctrina por ellos establecida. Y la
gente, atrapada de lleno en toda una red de deberes religiosos, olvidó por
completo el arte de hacer fuego. No me resisto a contaros, una
vez más, el relato que oí una vez a Tony de Melo.
Es el mejor resumen de todo
lo que me gustaría trasmitiros sobre la eucaristía.
En una tribu de primitivos seres humanos, el
más espabilado descubrió un día la manera de hacer fuego. La manipulación del
fuego ha sido el invento que más ha contribuido al avance de la civilización
humana. El inventor quiso hacer partícipes a otras tribus de aquellas ventajas;
así que cogió los bártulos y se fue a la tribu más cercana.
Reunió a la comunidad y les explicó la manera
de hacer fuego y como se podía utilizar para mejorar la calidad de vida. La
gente se quedó admirada al ver aparecer el fuego, como por arte de magia. Todo
eran muestras de admiración y agradecimiento. El visitante, les dejó los aperos
de hacer fuego y se volvió a su tribu.
Unos años después, volvió por la aldea y les
preguntó por las ventajas que habían logrado con la utilización del fuego.
Cuando lo vieron llegar, todos mostraban su alegría y le condujeron a una
pequeña colina apartada del poblado, donde habían construido una plataforma y
en lo más alto habían colocado una preciosa urna, donde habían guardado con
devoción los instrumentos de hacer fuego que les había regalado.
Toda la tribu se reunía allí con frecuencia, para
adorar e incensar aquellos instrumentos tan valiosos. Pero... ni rastros de
fuego en toda la aldea. Su vida seguía exactamente igual que antes. Ninguna
ventaja había extraído de sus enseñanzas. Seguían sin atreverse a usar el
fuego.
Con los conocimientos que hoy tengo, os puedo
asegurar que lo último que se le hubiera ocurrido a Jesús, es pedir que los
demás seres humanos se pusieran de rodillas ante él y lo adoraran.