sábado, octubre 11, 2008

LOS TRABAJADORES DE LA HORA UNDECIMA




Durante mis vacaciones en Holanda leí de nuevo un libro que había leído por primera vez en mi infancia en el seminario menor.Era una edición de bolsillo (pocket) de 1960 con letras pequeñas y nuevamente disfruté y gozé con la historia y el estilo del escritor escocez Bruce Marshall. Sin duda el se inspiró en la parabola del Señor sobre el contrato de los trabajadores en la viña del Señor.


LOS TRABAJADORES DE LA HORA UNDECIMA


El evangelio (Mt 20,1-16) pone de manifiesto que el reino de Dios y, por tanto, todo lo que hombre recibe del Señor, no es una recompensa al esfuerzo humano, sino un don inmerecido y gratuito. La parábola de la viña y de los obreros contratados a lo largo del día es un canto a la gratuidad del reino, una celebración de los dones de Dios, que nunca dependen de los méritos humanos.

En la parábola, el dueño de la viña contrata diversos grupos de obreros, unos al inicio del día, otros a media mañana (a la hora tercia), a mediodía (a la hora sexta), a inicio de la tarde (a la hora nona), y al final de la tarde (a la hora undécima, o sea a las 5 de la tarde). La jornada de trabajo constaba de 12 horas, desde las 6 de la mañana a las 6 de la tarde. La primera cosa que sorprende es la llamada providencial e inesperada a trabajar en la viña dirigida al último grupo, una hora antes de que termine el día de trabajo. El patrón de la parábola llama constantemente y siempre da la oportunidad de trabajar en su viña.

Pero es todavía más sorprendente la forma de pagar a los obreros. Los primeros contratados, llamados a trabajar desde las primeras horas de la mañana, se dan cuenta de que los de la cinco de la tarde (hora undécima) son llamados de primero y reciben un denario, es decir, el salario de toda la jornada. Su decepción es grande. Primero, porque esperaban ser pagados antes que todos, y luego porque “pensaron que cobrarían más”, pero “recibieron un denario cada uno” (v. 10). Quienes escuchan la parábola se sienten inclinados a compartir los sentimientos de desilusión de los jornaleros que han soportado toda la fatiga del día y que son tratados de la misma forma que los que trabajaron solamente una hora y en el momento menos soleado del día. La protesta de los trabajadores contratados desde la mañana parece justificada cuando dicen: “Estos últimos no han trabajado más que una hora y les pagas como a nosotros que hemos aguantado todo el peso del día y el calor” (v. 12).

El dueño de la viña le respondió a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?” (vv. 13-15). La forma de actuar del patrón es extraña: les paga a los que han trabajado todo el día igual que a los que han trabajado una hora. La única explicación es la que el mismo texto ofrece: la bondad del dueño de la viña. En efecto, el patrón se define a sí mismo diciendo: “yo soy bueno”. El patrón, por tanto, representa a Dios, porque “sólo Dios es bueno”, como le dijo Jesús al hombre rico (Mt 19,7). Su forma de retribuir a los trabajadores va más allá de la justicia. Actúa movido sólo por su bondad. En realidad no les estaba pagando. Aquel denario no era un salario, sino un don.

El libro de Bruce Marshall: El hombre de la hora undécima

La historia
Se puede comenzar a leer a Marshall partiendo de esta última página para seguir con todo el libro como un flash back. Uno se apasionará con la historia de un jovencísimo sacerdote francés que participa en la Primera Guerra Mundial, en la que resulta mutilado, que administra modestamente los sacramentos, que confiesa a los que van a morir, que socorre a los heridos y que se hace muy amigo de un comunista, Louis Philippe Bessier. Ambos, él y Bessier, son heridos en una pierna, que tendrá que ser amputada, y ambos cojearán hasta el final de la novela. Cuando vuelven a París, nadie les espera: ni los canónigos de la parroquia del padre Gastón, ni los patrones de Bessier. Gastón, que se había sostenido siempre con la idea de que del gran mal de la guerra podía surgir el bien, se desengaña rápidamente. El mundo se aleja de la Iglesia y la Iglesia del mundo. Una niña llamada Armelle, por la que sentía un gran afecto, que iba a su catequesis y siempre le había escrito cuando estaba en la guerra, quiere trabajar de modelo y él le da permiso, aunque muchos de sus colegas canónigos lo desaprueben. La Iglesia católica de Francia entre las dos guerras es retratada admirablemente por Marshall: cuanto más formal es la gente al acercarse, más moralista y formalista aparece la jerarquía eclesiástica. Al final el obispo envía a Gastón a América del Sur por dos años. Cuando vuelve todo ha cambiado: la madre de Armelle ha muerto y ella se ha convertido en prostituta. Bessier trabaja para el partido comunista. Los canónigos de su parroquia lo llevan mal: en su ausencia se ha prohibido a los frailes y a los curas ir al barbero, a causa de algunos folletos considerados peligrosos por la autoridad eclesiástica. Él no lo sabe y entra en el barbero para cortarse el pelo. Sorprendido por un colega sacerdote, el no muy querido reverendo Moune, se pelea con él de forma clamorosa en la calle, congregando en torno a ellos a una pequeña muchedumbre. También esta vez llegará el castigo del obispo.
Entretanto, se acerca la Segunda Guerra Mundial: Mussolini y después Hitler irrumpen en Europa. Para Gastón llega otro mazazo: su querida Armelle muere después de haber dado a luz una niña, Michelle. Hay un lugar en el que nuestro amigo se refugia: es el convento de ciertas monjas que aprecian su sencillez y su fe. Michelle crecerá allí, entre mil dificultades económicas y estrecheces. Durante la ocupación alemana vemos a Gastón ayudar a un soldado inglés, mientras los canónigos de la parroquia cuelgan en la pared el retrato de Petain. Pero en el momento de la liberación, cuando todos están con la Resistencia, es nuestro cura el que esta vez se siente obligado a ayudar a escapar a un soldado alemán y a su novia judía, a la que él mismo algún tiempo atrás había escondido de los nazis. Los hombres del partido comunista los interceptan por el camino, les golpean y asesinan a la pareja de novios. Gastón es salvado in extremis precisamente por su amigo Bessier, que aparece milagrosamente y le saca de la cárcel.
Los ojos del sacerdote francés no se recuperarán jamás de estos brutales sucesos, aunque al final, misteriosamente, los destinos se recompongan: el hijo de Bessier, que se ha vuelto por aquel entonces “herético” para los comunistas, se casará con la bella Michelle, y finalmente Gastón se quedará como “capellán residente” del convento de monjas.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Hola soy un niño de catiquesis me gustó el blog, está bonito.

sábado, octubre 11, 2008 7:35:00 p.m.  

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